viernes, 4 de febrero de 2011

La gran arboleda.

Salvador era bajito, delgado, pequeño y enjuto. Nunca supe su edad, ni tampoco podía adivinarla, era una de esas personas de edad indefinida. No obstante, de lo que estaba segura era de que debía ser muy anciano. Su cara cubierta por una miríada de arrugas, su cabello ralo y su boca desdentada así lo revelaban. Su rostro era normal aunque, tal vez, tirando a tosco. Tenía barbilla prominente, unos bondadosos ojos marrones, labios finos y una pequeña nariz bajo la cual siempre lucía una barba gris, fuerte y mal arreglada.

Salvador era un hombre humilde y sencillo, y eso se reflejaba en su forma de vestir, pues siempre iba ataviado con unos raídos pantalones grises, una guita de esparto, para sujetarlos, una fea y vieja camisa, que en tiempos fue blanca, una gorrilla azul y unas sandalias de plástico, de esas de tirillas, como las que nos ponían nuestros padres hace treinta años para ir a la playa. En invierno, como concesión al frío y a la humedad, añadía a su atuendo un fino jersey de lana gris.

Salvador era un hombre de pocas palabras, pero no creo que fuera por una cuestión de timidez o retraimiento, sino que hablaba poco porque no necesitaba decir más. Hoy se diría que sabía gestionar sus palabras. Yo creo que, como hombre de campo, lo que sabía era economizar su tiempo. Y eso era Salvador, un campesino, un hombre de campo reconvertido en jardinero de casitas de veraneo.

Aunque Salvador no era el jardinero de nuestra casita, todos lo conocíamos perfectamente, puesto que él era la persona que siempre aparecía justo en el momento en el que alguien necesitaba ayuda urgente en el vecindario. Si un gatito se colaba en nuestra casa y no se podía bajar de un pino altísimo, allí sonaba a lo lejos su antiquísimo vespino, mucho más viejo y decrépito que el propio Salvador, y al minuto aparecía el hombre, se hacía cargo del asunto, se subía, con una agilidad pasmosa y sorprendente para su edad al árbol y, en un pispás, rescataba al tembloroso minino. Si a algún vecino se le quedaba el coche sin batería y había que arrancarlo a la racha, Salvador era el primero en salir de alguno de sus jardines para prestarle ayuda. En aquellas ocasiones, yo siempre me quedaba con el corazón en un puño cuando le veía, tan bajito y delgado como era, darle un fuerte empellón al automóvil estropeado. Mi mente infantil, se angustiaba con la idea de que el hombre fuera a desintegrarse en uno de los empujones.

Nunca le oí decir a Salvador una mala palabra o le vi poner mala cara y, sin embargo, sí que observé algunas veces tristeza en su rostro, incluso alguna lágrima furtiva deslizándose por él, cuando empezaban a caer sobre nuestras casas, nuestros jardines y sobre nuestros juegos infantiles, las fatídicas pavesas que anunciaban la cercanía de un nuevo incendio forestal. No era el único que sentía pena y congoja en aquellas ocasiones. Todos asistíamos impotentes a un nuevo acto de la cruel obra de teatro, en la que la especulación inmobiliaria, condenaba bosques centenarios con el fin de lograr nuevos terrenos para sus infestas urbanizaciones.

Hoy en día, pasados ya tantos años, aún me conmuevo al recordar la pena de este buen hombre al ver como nuestros preciosos pinos y alcornoques se quemaban.

Salvador era un hombre humilde y sencillo. Un hombre de campo, sin dinero que, seguramente, por lo que reflejaban los hondos surcos de su rostro, incluso había pasado hambre. Era un hombre pobre y modesto y, sin embargo, es el hombre más admirable, desprendido y rico que he conocido en mi vida. Os aclaro, rico en altruismo y generosidad, rico en humanidad y pundonor, rico en sabiduría.

Jamás pude imaginar, hasta que descubrí su gran secreto, que detrás de este humilde campesino se escondía uno de los mayores filántropos medioambientales de nuestra provincia.

Un día, hace pocos años, leyendo el dominical del periódico local, me llamó la atención una noticia sobre un hombre que había dedicado su vida a poblar su, en tiempos yerma finca, con alcornoques, pinos, encinas y demás flora mediterránea. Además, todo lo que ahorraba con su trabajo, que no debía ser mucho, lo invertía en ir comprando las tierras de los alrededores para poder seguir plantando árboles y, así, extender hacia las nuevas adquisiciones, el magnífico bosque que iba surgiendo día a día de su gran esfuerzo.

Salvador, pues habréis que a él se refería aquella noticia, llevaba más de cincuenta años creando de la nada, sin ayuda alguna, un bosque espectacular.

Según comentaba en la entrevista del periódico, a él nunca le había interesado tener una gran casa (vivía en medio de su bosque en una chocilla) o poseer objetos bonitos. Según decía, lo que a él le apasionaba, desde sus ya lejanos años de infancia, era el bosque. Así que, un buen día, viendo el secarral en el que se habían convertido sus tierras de labranza y sus alrededores, decidió buscar y escoger las mejores semillas y, simplemente, plantarlas “a ver si la naturaleza podía prosperar allí” (palabras textuales). Además, también le explicó al periodista, que a medida que veía como iban desapareciendo todos los árboles y bosques de la zona, su tarea se había vuelto más importante. ¿Por qué? le preguntaba el entrevistador. Sencillo, porque ¿donde iban a ir a vivir si no todos los animalillos que estaban perdiendo su hogar?

[Me parece increíble y maravilloso cómo, de la desinteresada acción de este humilde campesino, nació tanto: plantas, árboles, pájaros, insectos, animales, oxígeno, fotosíntesis, agua, biodiversidad. VIDA, ESPERANZA, FUTURO, SUPERVIVENCIA, CONSERVACIÓN, SAVIA, VIDA.

Nunca debemos rendirnos, ni desconfiar de nuestra fuerza y de nuestras oportunidades. Todos somos capaces de dar, regalar, ofrecer y honrar a la vida, a la naturaleza y a los demás habitantes de nuestro planeta.

Aunque te sientas sin fuerzas, débil, enfadado o fuera de cualquier entorno propicio, puedes hacerlo. El altruismo da felicidad. Pero, eso sí, el altruismo bien entendido, a no confundir con la piedad.

Da porque quieras dar, no porque te veas forzado a dar.

Da lo que puedas dar, no lo que te pidan que des.

Da cuando puedas dar, no cuando te digan que des.]

Siguiendo con la historia de Salvador, os contaré que, desde hacía muchos años, mucho antes de conocer que una persona de mi entorno había logrado éste milagro, yo estaba enamorada de una pequeña joya de la literatura, escrita por el francés Jean Giono, titulada “El hombre que plantaba árboles”. En este precioso relato, el autor describe, con gran maestría, la vida de un humilde pastor que dedica toda su vida a convertir la horrible zona estéril en la que reside, en un hermoso bosque alpino. ¿Os resulta familiar esta anécdota?

Lo más curioso de toda esta historia es que la editorial que le encargó a Giono el relato, nunca llegó a publicarlo. Ellos querían un cuento basado en la vida de una persona ejemplar que hubiese existido en la realidad y el protagonista de “El hombre que plantaba árboles”, Elzéard Bouffier, era inventado!!! Tras el rechazo de la editorial, Jean Giono, decidió ceder gratuitamente todos los derechos de reproducción de su obra a todos aquellos que quisieran editarla. Según escribió, tiempo después, el objetivo al escribirla fue hacer amar a los árboles y, más en concreto, hacer amar plantar árboles.

Os recomiendo vivamente que leáis este apasionante relato.

Una anécdota más de este cuento, existe un magnífico corto de animación canadiense que gano el Oscar en su categoría en el año 1988.

Hace tiempo que ya no veo a Salvador. Supongo que habrá fallecido. Me resulta enriquecedor haber conocido una persona tan generosa, espero haber podido aprender algo de su vida, de su paso por este mundo. Por cierto, la última vez que me topé con Salvador, le regalé el ejemplar que tenía de “El hombre que plantaba árboles”. Suelo ser bastante expresiva y parlanchina, pero en aquella ocasión, para mí solemne, lo único que se me ocurrió decirle a aquella bellísima persona, es que había leído la historia de un hombre como él y que en aquel libro que le daba venía escrita.

Para terminar, quería haceros partícipe de una iniciativa muy curiosa que leí hace pocos días en http://www.elblogalternativo.com y que tiene mucho que ver con Salvador y su historia. Paul Stamets, un microbiólogo, ha creado The Life Box (La caja de Vida), una caja de cartón reciclado con las suficientes semillas de árboles y microrrizales como para que cada uno de sus compradores pueda plantar un pequeño bosque. Al parecer, por ahora sólo se puede comprar la caja en Estados Unidos y Canadá, tal vez dentro de poco, también la vendan por aquí. De todas formas, esperemos que esta iniciativa le llegue a muchas personas, quizás, entre todos nosotros podamos devolverle la salud a nuestro viejo planeta.

Recordad, TODOS somos capaces de dar, regalar, ofrecer y honrar a la vida, a la naturaleza y a los demás habitantes de nuestro planeta.

Texto: Elena Mayorga

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